“Vine a esta vida pegadito a la Capilla del Sagrario de la Catedral de Málaga, “varón y con mucha vitalidad”, que dijo la comadrona, el 10 de Octubre de 1991. Mis papás, José y María Jesús, se volvieron loquitos de alegría, y siguen igual, más cada día. Me bautizó Fray Emilio, en el Santuario de Santa María de la Victoria, patrona de Málaga, el 24 de Mayo de 1991, con los nombres de Carlos, José y Pedro…”.
Estas fueron las palabras que un padre escogió para hablar del nacimiento de su hijo, en aquellos pequeños libritos que, escritos por él y haciéndose pasar por su hijo con gracia y cariño, se repartieron entre los invitados a su Bautizo. Sería incapaz de creer que alguien pudiera escribir sobre sus primeros pasos en la vida con más ternura y derecho que su propio padre. No cabe mejor presentación de un hijo que las palabras que su padre escribió hace ya algunos años. Sin embargo, él dictó la presentación, pero no dejó escrita ninguna continuación. Por ello, me temo, me incumbe a mi contar que fue de aquél niño más allá del 24 de Mayo de 1991.
Conocí a Carlos De Domingo antes de 1997, no recuerdo exactamente en qué año, cuando entré en el colegio “El Romeral”. Carlos era de los pocos que llevaban desde la guardería allí, pasando primero por el colegio femenino y cambiando los pantalones a cuadros por los gris marengo poco antes de cumplir los 6 años. El primer año que estudiamos en la misma clase me fui dando cuenta de pequeños matices que le caracterizaban, matices que, con el paso de los años, fui alentando o desechando. No era un niño muy risueño, ni siquiera en esa edad de alegría y felicidad perennes, muy reservado y a veces algo tímido. No muy hablador durante esos primeros años de colegio, se notaba que le costaba tomarse confianzas con nosotros. Sobre sus reservas me confesó algunos años más tarde que creía que se debían a que era hijo único y que no estaba muy acostumbrado a interactuar con otros niños, ya que en casa solo estaban su padre, su madre y él. Quizás esta realidad también pueda explicar porqué, casi desde mediados de educación primaria, Carlos siempre tenía un libro en la mano, hábito que, según él, adquirió de su padre y que potenció en tardes libres y solitarias. Cuando alcanzó un nivel de lectura aceptable, se obsesionó con las maravillas de Egipto y la mitología clásica, motivo por el cual, durante su infancia, quería ser el próximo Howard Carter. Un día, de repente, dejó de traer libros coloridos e ilustrados de Egipto, Grecia o Roma y comenzó a traer gruesos y densos libros sobre historia medieval, la Inquisición y demás misterios para mi completamente desconocidos. Recuerdo que, no antes de que ambos cumpliéramos los 13 años, me comentó cuál había sido hasta el momento su libro favorito, “El Nombre de la Rosa”, de un tal Umberto Eco, aunque, en confidencia me confesó cuánto le había costado leerlo y, lo más importante, entenderlo. Desde entonces, siempre llevaba un libro de argumento incomprensible en la mochila.
Otra cosa que sé de Carlos De Domingo desde nuestra niñez era que, a los 8 años comenzó la carrera de música y flauta travesera en el Conservatorio. Según un antiguo profesor nuestro, las personas que, desde pequeños estudian algún tipo de arte, desarrollan una sensibilidad especial para contemplar la belleza estética. Por culpa de esto, ya con 12 años, Carlos era el único de clase que pensaba que la belleza creada por Vivaldi o Beethoven era muy superior al dinamismo o diversión que evocaba la recién descubierta música electrónica. Con 16 años comenzó a devorar películas junto a su madre, no películas de acción vanas y de poco calado, sino clásicos de la RKO y la MGM, películas de galanes como Cary Grant y Paul Newman, semidiosas como Audrey Hepburn y Bette Davis y hasta tuvo un prolongado flirteo con el expresionismo alemán y el Dogma 95. Creo que, casi con toda seguridad, a Carlos De Domingo le encanta todo lo cultural, fruto de la música clásica adquirió una gran admiración por la ópera, del cine absorbió la belleza de la fotografía, y de la literatura comenzó, poco a poco, a admirar el teatro de Shakespeare. El amor por la música, el cine y la lectura son tres cosas que siempre deberá a sus padres.
Cuando el fin del colegio y el comienzo de la universidad se veía cerca, entre entrevistas de admisión y viajes a ciudades lejanas, quedé con él para tomarnos unas cervezas, estrenando mi aún reciente mayoría de edad. Hablamos un poco de todo, de a qué universidad ir, qué carrera estudiar. Me comentó que, casi con toda seguridad, se iría hasta Navarra para estudiar, aunque aún no había escogido la carrera. A Carlos siempre le había interesado mucho la Historia, el cine, la psicología y la filosofía política, sin embargo, las carreras que se planteó más seriamente fueron Historia del Arte, Audiovisuales, Periodismo y Filología Clásica. Aunque, finalmente, siguiendo consejo familiar optó por estudiar Derecho, ya que tenía la absurda idea de llegar a ser político algún día, aunque tampoco quería dejar de lado otras ambiciones como escribir algún día un libro o dirigir una película o muchas más cosas que sería costoso recordar.
La última vez que vi a Carlos De Domingo fue el 25 de Agosto de 2010, en el velatorio de su padre. Hacía algo más de un año que no le veía, se había dejado barba y le costaba sonreír, pero tampoco quise agobiarle. Cuando me iba, vino hacia mí y, algo menos apesadumbrado, me pidió mi número de teléfono, que se le había perdido y quedó en llamarme en vacaciones para vernos, tenía mucho que contarme, me dijo.
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